Potsdam
Me quedan unos cuantos años aún para mi retiro. Pero de tanto desearlo, a medida que se va acercando el momento de colgar los guantes, se piensa más y más dónde pasar los últimos años de la vida. Porque una cosa tengo clara: Yo no me muero en Berlín ni aunque me maten. Si permanezco en esta ciudad es porque mis hijos aquí nacieron y no me dejan otra opción que aceptar ese jodido color gris sobre mi cabeza hasta que se independicen. O mejor dicho, hasta que me independicen.
Ayer leí un informe sobre las mejores ciudades del mundo para vivir en 2022. Índice de habitabilidad le llaman a eso de vivir como Dios manda. Viena encabezó ese año la lista. Hasta donde sé, lo único destacable que ha hecho aquella gente es haber convencido al mundo de que Hitler era alemán y Beethoven austriaco. Nunca estuve allí, pero si desplazó a Zurich al segundo lugar aquello hay que verlo.
Estuve todo el día —y aún hoy— pensando a dónde iré a vivir el día que esté en libertad de escoger morada.
Durante años, cuando aún la morriña hacía estragos, Cádiz fue mi primera y única opción. Soñaba pasar mi vejez cultivando verduras en el jardín de una casita al lado de la playa. Y en las noches salir a dar un paseo por el malecón y morir, si Dios quiere, de una hartera de pescaito frito. Lo de Cádiz fue amor a primera vista, quizás por aquello de que Cádiz es La Habana con más salero y La Habana es Cádiz con más negritos.
Hoy, con la que está cayendo allá afuera y, habiendo finalmente vencido el problema del idioma, Alemania se perfila cada vez con más fuerza como mi último hogar.
“Esta es mi Habana” me dijo una vez mi hijo. Mis negritos son berlineses, esta es su ciudad. Ellos son mi única familia y en caso de salir corriendo, probablemente serán las únicas que estarán alrededor de mi cama.
No me gustan las ciudades grandes, sobre todo porque en este país cualquier pueblito tiene una calidad de vida muy superior para la gente mayor. Que cuando llega el día del retiro, ya uno lo que quiere es tranquilidad.
He visitado centenares de hermosas ciudades en Alemania. He visto ciudades entre viñedos, en una colina a la sombra de un castillo medieval, ciudades de montañas, completando el paisaje de bosques, surcadas por ríos o a la orilla de un lago. La lista es larga: Speyer, Schwetzingen, Neustadt an der Weinstraße, Michelstadt, el valle Reihen-Neckartal, Heidelberg, Baden Baden, Nürnberg, Wiesbaden, Bamberg.
El sábado por la mañana salí en bicicleta, pasé el puente que de tanto cruzar ya me conoce y puse pie en el suelo entre el ajetreo de la gente que salía a hacer sus compras de fin de semana, como yo, a pie. Atravesé plazas convertidas en mercados en donde los guajiros anunciaban a gritos productos del agro, herramientas, salchichas, quesos. Todos productos locales.
En cada calle, los dueños de las pequeñas tiendas sacaban sus productos a la acera, conversaban con el vecino de la acera de enfrente, o con el curioso que pasaba y preguntaba un precio. Luego se iban a trajinar adentro con la seguridad de que nada faltará cuando regresen a la acera.
Di varias vueltas por el barrio holandés. La gente allí se toma su tiempo. Jala una silla, pide un café, un helado o un almuerzo. No hay prisas. Es Potsdam, la ciudad rodeada de lagos, la que conserva sus palacios, jardines y ambiente rural a un tiro de piedra de Berlín y de mis negritos. La ciudad que, bien podría ser mi última morada.