Namasté
Mi afición al café viene de muy atrás. Heredada del viejo que se levantaba cada día a las cinco de la mañana y antes de hacer otra cosa ponía a colar. Entonces el olor llegaba hasta mí a darme el de pie. Por eso nunca he necesitado usar despertador.
Comencé a tomar café a los cinco años o quizás antes. Esa zambumbia, que se destinaba a los niños. Luego llegó como adición a la leche del desayuno. Y de mayor pues ya le he dado con todo.
Mas de cincuenta años adorando de esa bebida que no dejé de tomar ni en los momentos más duros del Periodo especial de los noventa.
Fuera de Cuba he probado cuanta variante, receta o nacionalidad me ha pasado por delante. Viví en los altos de una pizzería donde el dueño, un español que se hace pasar por italiano, preparaba el mejor café espresso de Berlín. Luego, cuando tuve oportunidad me traje casa una máquina automática y compraba el grano con el tueste exacto para tomar solo café recién molido.
¡Qué tiempos aquellos!
Ahora dicen las malas lenguas que he abusado del café. El tipo de la bata blanca ha insinuado que tanto doble espressos son demasiado cuando a uno ya no le quedan pelos en la cabeza. Ni uno más me dijo y se quedó así tan satisfecho. A partir de ahora solo té y sin azúcar
Y aquí estoy, haciendo el budista hasta que también me lo prohíba. Tomando solo té.
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