Almanaque

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Hoy en la mañana estuve más tiempo que el acostumbrado frente al espejo. Pasé largo rato mirándome, adivinando arrugas clasificándolas en nuevas y viejas. Buscaba restos de una imaginaria tableta de chocolate en mi abdomen cuando los golpes en la puerta y un grito de «M’estoymiando» me trajeron de vuelta a la realidad.

Ayer, como casi cada miércoles fui a comer con mis hijos. Nos encontramos en el mismo café desde que tienen memoria ellos y el almanaque. Tiene además la ventaja de que ya no nos piden el Covidpass por haberlo visto tantas veces.

Es un lugar agradable que en invierno cubre la terraza con una tienda de lona. Bajo ella las mesas se calientan al fuego de una hoguera pequeña. Todo muy chic y agradable. Agradable también es la clientela que se reune alli y a la que tuve tiempo de examinar mientras esperaba a mis negritos.

Una familia se reúne alrededor de la mesa del fondo. Celebran al parecer el cumpleaños del «Opa», un señor que por su edad debe haber visto en primera persona gran parte de la historia del país de las cruzadas a la fecha. No hacen bulla, ya dije que esto es un lugar de clase.

Las otras mesas están ocupadas todas por parejas de mediana edad. Término este que sirve de malogrado consuelo para quienes luchan contra el almanaque desde el gimnasio y las dietas. Aunque siempre terminen perdiendo.

Y de eso se trata, del almanaque.

Todos los señores se ven muy sobrios. Algunos, los más relajados, han ocultado en el bolsillo de la chaqueta la corbata que les amordazó el cuello en la oficina durante el día. Todas las señoras son hermosas, el almanaque para ellas es cosa secundaria. Y cuando digo hermosas «I mean it». Como salidas de una película de Marlene Dietrich, todas en vestido prudente, todas llevan algún collar o pendientes. Hilos grises en sus cabellos titilan a la luz de la hoguera. El tipo de dama que lleva cualquier cena romántica que se respete.

Y entonces la realidad me golpea, como el almanaque, como los golpes en la puerta del baño esta mañana. Examino una por una a ellas, luego a ellos. De ida y vuelta, back and forward, hin und zurück. Sobrios ellos y elegantes ellas, gordos los señores estilizadas las señoras, calvos vs cabelleras cuidadas, cerveza los «hunos» y vino en sus manecillas.

A esas alturas mi mente, que corre desbocada, esboza a cada una de esas parejas desnudas. Ellas luciendo senos, piernas y estómagos firmes, apetecibles sin importar edad. Ellos mostrando cuerpos ameboidales una vez libres de las camisas que los ciñen y les dan forma. You know what I mean: rodados ponchados.

Sentí lastima por ellos. Sentí más lastima por ellas.

Tal disparidad no me dejó tranquilo durante toda la noche. Así pasé la cena, mirando por encima del hombro de mis hijos pues no sé si mencioné un detalle: ellos pueden tener la misma edad que yo. O yo la misma que ellos.

Por eso hoy en el baño, frente a mi imagen pregunté una y otra vez: «dime espejo mágico, dime por tu madre, que yo aún no me veo como ellos».

No obtuve respuesta. ¿Será por aquello de que el silencio otorga?

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