La ciudad se derrumba y yo cantando

La ciudad se derrumba y yo cantando

Miremos la foto. El daño a lo cubano es profundo.

La ciudad se derrumba y yo cantando, podría esgrimir Silvio Rodríguez. O yo, o los muchos que nacimos después de la revolución; los que somos un producto de ella.

Cuando yo salí de Cuba, la ciudad estaba un poco menos derrumbada, pero cantaba igual. No podía ser de otra manera, pues había nacido en «la tierra más linda que ojos humanos han visto», me había bañado en «la playa más bonita del mundo», venía de una «potencia médica», había crecido en «la llave del golfo», había crecido con «educación y salud gratis» y un sinnúmero de méritos que me hacían único.

Cuando salí de Cuba yo cantaba “La canción de El elegido”.

Salí de Cuba, con la firme idea de que la emigración era pan comido, llegar y besar al santo. Porque los cubanos somos más inteligentes que todos, somos más de todo que todos. ¡Coño, si es que somos cubanos!
Yo, el extraterrestre, llegué a Alemania con esa idea. Y créanme; no hay mejor lugar en el mundo real para poner a un equivocado en su sitio, para bajarle las ínfulas a un charlatán por muy cubano que este sea, que la áspera Alemania.

Tres días después de aterrizar en Berlín, en inmigración, aquella señora rolliza me soltaba en mi cara que «Alemania había llegado hasta aquí sin mí y podía seguir haciendo historia sin mi presencia, así que o me acogía al buen vivir alemán o me iba a cantar victorias en otra parte”. Así, lo dijo; sin vaselina.

O aquella otra vez, cuando en la Cámara de arquitectos de Berlín mostré orgulloso mi diploma de arquitecto cubano. Ese que recibimos escrito a mano con letra gótica, enrollado en un papel transparente y amarrado en una cinta dorada. Así todo cheo. Cuando me entregaron el documento electrónico que me acreditaba como miembro de esa cámara, entendí la razón de las carcajadas de los colegas alemanes. Silenciosamente enrollé aquel papiro que traía de La Habana y lo desaparecí en el fondo de alguna gaveta.

Puedo contar los mil y un encontronazos que me fueron dando forma hasta ser el que hoy soy. Pero no vale la pena «emborronar cuartillas». Créanme, no hay mejor país que Alemania para poner en su sitio a un charlatán, por muy cubano que sea.

¿Y a qué viene esto ahora? ¿Qué tiene que ver con la foto?No sé, no tengo idea.

Me vinieron tales pensamientos a la cabeza al ver las fotos de cubanos tomando ron metidos hasta la cintura en aguas albañales. Pensé en eso al leer comentarios defensivos venidos de la isla: “los cubanos somos así”, “al buen tiempo buena cara”, “Envidia que ustedes no pueden hacerlo” me decían.
Y tienen razón. De verdad que hoy, en Alemania, no puedo bañarme en aguas albañales. Literalmente. Porque aquí aprendí que las aguas albañales y las personas van por diferentes rumbos.

Y ese es el problema, que eso lo aprendí aquí.

Hace 20 años, yo pensaba así, como esos cubanos de cara alegre de la foto. Hace 20 años yo, como ellos, no tenía idea del mundo, ni de que un mundo mejor es posible. De hecho, no sabía que un mundo mejor ya existe; que hay playas más hermosas, cielos más azules, gente más divertida pero que se divierte de otra manera.

Esa es la paradoja: ¿cómo explicarle a esos cubanos, que el mundo, como dijo el Gnomo”, empieza “donde se acaba el cielo y empieza el Sky”?

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