La resaca

La resaca

 Mi padre no bebía nunca. O casi nunca. Solo una copa en nochebuena y eso bastaba para soltarle la lengua y desempolvar historias que de otra manera se habrían perdido para siempre. A veces, para evitar que se durmiera, pues el viejo era flojo para aguantar alcohol, yo mismo le iba dosificando aquel mejunje cuando la memoria fallaba.

Contaba cómo de jóven, atravesaba la ciudad por cualquiera de las arterias por delante de una hilera ininterrumpida de negocios de todo tipo. De Infanta a La Palma  por toda la calzada. O de Arroyo Arenas hasta el parque de La India: Restaurantes, fondas, cafés, bodegas, tiendas, quincallas, farmacias, panaderías. dulcerías, almacenes y y y . Y llegado a este punto, ya no coordinaba y era mejor dejar que se durmiese pal carajo.

Repetía cada año el mismo cuento sin que yo lograse avanzar más en la historia. Siempre pensé que eran cosas del viejo. Delirios embotellados. Luego, conocí las ordenanzas de arquitectura de La Habana que disponían que todas las plantas bajas estarían reservadas para negocios y nunca viviendas. Pero esto no pasó de ser una oración en algún estudio que hube de hacer para no sé qué.

Atravesar Barcelona en todas direcciones es como un viaje en el tiempo. Vivo aquí el presente de mis antepasados. En el papel de mi viejo sigo una línea infinita de servicios y negocios de todo tipo. Grandes y pequeños, como en la ciudad natal de mis mayores. Tal como lo dispusieron las ordenanzas en La Habana descrita por mi padre.

Pido la cuenta, miro la copa vacía de mi padre. Lo peor no era la borrachera de un día, sino la resaca que estamos viviendo y que ya dura demasiados años.

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