En bicicleta al hospital

En bicicleta al hospital

Dónde se cuenta de las consecuencias del encuentro con la bestia en el hospital

Estuve mucho tiempo repasando en mi mente el encuentro con el bicho alado y su mal semblante, cambiando la bolsa helada de una abolladura a la otra. A punto del mediodía cuando ya aquello era una baba azul como la sangre de Alien, el octavo pasajero, decidí dejar aquel jardín y a la pareja de regordetes amorosos que se habían hecho cargo de mi tras batalla. La anciana insistió en llenar mi botella con agua helada y una vez hecho esto yo, contento de haber dado con tan noble gente, eufórico retomé mi viaje.

Caminé hasta la primera curva, girando a intervalos la cabeza para decir adiós una y otra vez, como si una escena de cine se tratara. Hasta que llegado el momento de montar dii una vuelta, dos, tres alrededor de la bicicleta, le pedí a un pasante que me la aguantase y luego a horcajadas sobre mi cabalgadura pensé: ¿Cómo coño echo a andar esto?

El brazo izquierdo se negó rotundamente a moverse y mucho menos a soportar el peso del cuerpo sobre el manubrio. Con paso ridículo, con la bici entre las piernas, llegué al inicio de una pequeña hondonada y me dejé caer junto a la bici a riesgo de romperme lo poco que me quedaba sano en el cuerpo.

Pero habiendo consumido este primer impulso, afloró la disyuntiva de seguir pedaleando con gran esfuerzo y dolores o deshacerme de la bicicleta tirándola pal carajo por la borda en el próximo puente. Yo con ella. Viéndome en tal situación me hice a un lado y medité mi mejor opción. Como siempre pasa en las buenas historias, la situación no podía ser peor: encontrábame yo en el punto del lago más lejano, a treinta kilómetros justos por una u otra orilla, hora y media de camino hasta la casa. La bicicleta no había sufrido daño alguno pero de mi no podía decir lo mismo. Alcé mi brazo hasta la altura de mis hombros, lo extendí, luego lo giré a un lado y al otro. Para qué describir lo que grité en ese momento. 

En tales condiciones, con treinta y cuatro grados a la sombra, no podría llegar muy lejos. Google siempre atento me mostró un hospital a solo 9 kilómetros. Caminé, grité, sudé y juro que si el hospital estuviera un metro más allá, no lo habría logrado. Al pararme frente a la señora de la recepción, tan ocupada estaba mi mente en los dolores del cuerpo que olvidó toda palabra del idioma del país y solo atinó a gritar “painkillers”.

La máscara por favor, fue lo último que oí antes de cagarme en to sus muertos. Claro, en español.

Un Schmezmittel es como una pastilla contra el dolor de toda la vida, pero al parecer estimula el lado filosófico del paciente además. Mientras esperaba que el ortopédico hiciera su entrada, caí en cuenta que el largo pasillo ante mí tenía una doble hilera de luces 12 en total, todas encendidas, que se reflejaban en un piso en extremo pulcro. Tal situación me hizo recordar aquella primera vez que hice entrada en un hospital en Alemania y, ante un pasillo como este, tan iluminado, tan exageradamente perfecto como este, dije en voz alta y en alemán algo así como: “coño, qué lugar tan  limpio”. Mis acompañantes, todos gente del país, se viraron hacia mí con expresión de “Was meinst du?” que es más o menos la traducción elegante de “Qué expresión más comemierda esa. Es un hospital”.

Esperando repasé la hilera de libros y revistas de la salita de espera, le di vueltas a uno de los juguetes que permanecen alineados en una esquina a la espera de algún pequeño con ánimo de sacarlos de su sueño. Me serví dos vasos de agua helada en el dispensador, no porque tuviera sed, sino para ver la burbuja gigante que sube por el botellón. Y habría estado más tiempo haciendo el tonto de no ser que mi nombre resonó en el pasillo.

Tres fotos de rayos X después, el doctor concluía que era una fractura y casi sin darme cuenta*, estaba yo en la puerta de salida, con un brazo entablillado y una dosis anti tétanos en el brazo que tuvo a bien ponerme en el mismo brazo. Si vas a tener dolor, al menos que sea en uno solo. Dijo con lógica alemana. Además, tuvo a bien meterme una refriega —lógica alemana esto de halarte las orejas— por no haber llamado a una ambulancia y haber perdido dos horas que podían ser importantes para mi sanación.

Luego la enfermera llamó un taxi y me mandaron a casa.

Y aquí estoy, tecleando con una sola mano. No he logrado aún hacer funcionar el speech-to-text de google.


* Cuando digo, sin darme cuenta, lo digo literalmente. Las cuentas médicas y de hospital en Alemania van al seguro social y cubre absolutamente todo: la consulta, las medicinas, el yeso, la ambulancia que no llamé y hasta el taxi de vuelta a casa. Usted recibe el mejor tratamiento, el que le hace falta, sin preocuparse de pagos. Sean 10 ó 10 mil euros.

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