Trenes

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Los trenes pasan uno tras otro pero a gente llega corriendo y salta desde el andén para no perderlo. Forcejean con la puerta como si en ello les fuera la vida, como si fuera la última posibilidad de escapar del apocalipsis.

Parecen desconocer que en cinco minutos —diez como máximo— llegará el próximo tren. Se parapetan para evitar que la puerta cierre y permitir que alguien rezagado alcance el tren. Y esas puertas cierran fuerte.

He visto en los andenes repletos en hora pico gente por delante de la línea de seguridad, se agolpan desesperadas por llegar a tiempo a su destino, sea el trabajo o la casa. Y eso me hace recordar que al menos un par de veces la pizarra anunciaba la interrupción del servicio porque alguien cayó a la vía. O lo «cayeron». Eso nunca se sabe, que no es lo mismo pero da igual.

Hace más de veinte años en Madrid una joven invidente confundió la abertura de las puertas con el espacio entre vagones y cayó a la vía. Desgraciadamente para ella, perdió ambas piernas en el acto.

Para evitar tales riesgos, en Singapur han colocado un cristal blindado entre el anden y las vías de manera que cuando los trenes de detienen, automáticamente se abren las puertas de la pared de seguridad. De manera que no hay casualidad.

Pero esa gente vive en el siglo XXV. En la vieja Europa, quien pestañea pierde. Por eso llevo siempre mis traumas conmigo. Espero pegado a la pared, y cuando no queda otra, vigilo quien y cómo se coloca detrás de mi.

Cualquiera tiene un accidente pero hombre precavido vale por dos y sobre todo vive más años.

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