La calle estrecha

La calle estrecha

Vivía en La Habana Vieja. En una calle de extramuros del barrio de Jesús María. Vivía en una de esas casas estrechas, de ventanas altas por las que solo se veía un fragmento delgado de la calle también estrecha. Allí la gente abría la puerta y se sentaba en el umbral a hablar con sus vecinos, a ver pasar la gente, a estar en “la que se cayó”.

Participé centenares de veces del mismo ritual. “Buenos días vecino”, la jodedera, la bolita, la licra de la rubia pasa, ¡Qué buena está! “Buenas tardes vecino”, uno pregunta si conocemos a un tal Papito, “No aquí no vive”, Papito que se levanta y desaparece lentamente. La vieja loca que tira cubos de agua y se caga en la madre de Fidel a voz en cuello, el dominó bajo el farol de la esquina. La “iyawó de la felpa azul” pasa. Quieto en base. Desde allí vi de todo.

O casi todo.

Fue a finales de los noventa. Me me enviaron tres días a Varadero a hacer unas mediciones para el proyecto del “Golfito” del Hotel Sol Palmeras. Mis colegas, más avispados y mejor conectados, habían ya puesto mar entre ellos y la isla tras la inauguración del Meliá Habana. Pero yo seguía anclado a aquel marasmo. A falta de proyectos grandes, me tenían haciendo cosas menores. La misión debía durar como máximo un día, pero me las arreglé para alargarla dos más pues la estancia era cómoda. Al contrario de lo que se piensa, la dirección española de esas empresas hizo la vida de sus empleados más llevadera.

De regreso, La Habana me esperaba con un perro apagón. Era muy tarde, así que solo quedaba irse a la cama a dormir. O tratar.

Me levanté el primero el sábado. Abrí la ventana alta que da a la calle y vi el reducido lienzo que había visto cada día con sus noches durante varios años. Pero esta vez la imagen estaba desgastada. Abrí la puerta, llegué al medio de la calle estrecha y solo pude ver fachadas descoloridas. 

“Buenos días vecino”. Saludó una vecina en bata de casa raída, el pelo sin pintar. Luego otro y otro, y un cuarto, todos ajados, se sumaron a la cotidianidad: “Buenos días vecino”.

Traté de explicarles el acontecimiento, hasta advertir en su mirada distante, que mis vecinos no conocían los colores. En medio de la calle estrecha, yo era el único a quien afectaba la ausencia de color. Ni siquiera mi familia, cuando más tarde le mostré las fachadas, notaba el blanquinegro. ¡Me mandaron al carajo!

Tres días. Solo tres días rodeado de edificios pintados en tonos vivos, jardínes donde abundan las flores y gente con futuro obraron el milagro. Nunca me recuperé. Aunque para ser exactos yo era el único sano. No sé si esa enfermedad existe, pero me curé de la ceguera a la falta de color. Desde ese día vi las fachadas, los vecinos, las noticias en el televisor, todo de manera diferente. La gente llegó a odiarme. Pensaban que me hacía el importante, no sé. Pero la gente piensa como vive y yo había logrado vivir; lo que se dice VIVIR solo tres días y estos habían sido suficientes.

Me conseguí gafas oscuras para salir a la calle de día y en las noches me quedé siempre en casa. Logré irme del país un par de años después, no sin que antes ese fenómeno destruyera mi familia.

Recordé esto hoy al leer las alabanzas a una foto de La Habana derruida. La Habana, la ciudad que algún cabrón que no la vive apodó «Ciudad maravilla» ha contagiado a sus habitantes con esa extraña dolencia.

Debería decir que esto es un relato basado en hechos reales, como hacen en las películas. Pero todo el que ha salido de Cuba y comparado con otra realidad sabe de lo que hablo. La gente piensa como vive.


Esta foto que tomé personalmente tiene una particularidad. En el apartamento de la ventana de hierro y cristal que se ve en el primer piso vivía mi hermano. Vista la «vista» desde su ventana solo me queda pensar que él padece de esa terrible enfermedad. En estado terminal.

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

About:

La calle estrecha

Categoría: Blog