American Ginger Ale
En 2007 mi madre me visitó en ocasión del nacimiento de su nieto más pequeño. Aunque Berlín fue su único vez fuera de la isla, para ella ese fue verdaderamente un viaje en el tiempo, una aventura desde el pasado a la modernidad. Y también una exploración en los recuerdos y los redescubrimientos. Así me lo hizo saber.
Su estancia aquí estuvo lleno de grandes impresiones. Hizo repetidos paseos a la KaDeWe, (Kaufhaus des Westens, la tienda de lujo por excelencia del Berlín occidental) a donde iba a imaginar la casa que nunca tuvo. Allí pasó varios días midiendo con la vista cortinas, imaginando su mesa con porcelanas y vajillas. «Soñar no cuesta nada» decía. Y yo asentía con la cabeza.
Otro día compró un paquete de varios kilos de camarones y luego, frente a la cazuela ya vacía me confesó que eran los primeros que comía en 45 años.
En especial recuerdo cuando en este mismo restaurante a la sombra de la torre de televisión compré un Ginger Ale, lo serví en un vaso, escondí la botella y le dije: ¡Prueba!
«No tomo acohol Rafael, lo sabes»- pero yo insistí.
«En 1959 mi madre tenía diecisiete años. Era la única que bailaba de las hembras por lo que sus cuatro hermanos, mis tíos, siempre la llevaban a los bailes. Y así, pasando de uno a otro, bailaba toda la tarde. En aquel entonces era aún menor de edad y por eso solo tomaba Ginger Ale. Me hizo este cuento muchos años después mientras bailábamos el día de mi graduación . «Mi último baile fue en 1960 ¡Dios, cuánto daría por tomar un Ginger Ale».
Mi madre dió vueltas al vaso en la mano, miró la torre de televisión dibujada en el cristal, me miró, dudó y finalmente se dió un trago. Y comenzó a llorar.
He regresado pocas veces a este restaurante, pero siempre que lo hago tomo un Ginger Ale deseando que mi vieja, donde quiera que esté, la esté pasando mejor que en vida. ¡Salud!
Que’ triste y conmovedor. Salud!