Ponte en mis zapatos
La parada estaba vacía y el bus igual. He visto muy poca gente en la calle durante la hora que atravesé la ciudad. Soy el primero en llegar a la oficina. El espíritu navideño se ha apoderado de la ciudad y su gente se toma las cosas con calma. Lo mismo que el ordenador que al encenderlo, de manera inconsulta, decide hacer un update y me suelta su pantalla más azul. Se toma todo el tiempo del mundo. Treinta, cuarenta, cien por ciento. Y reinicio.
Comienza otra vez la cuenta desde cero. Hago un café y me lo tomo mirando por la ventana en menos del ventinueve por ciento. Miro al techo, treintisiete por ciento. De nuevo por la ventana, cuarenticinco. Hoy ha salido el sol pero hace un frío de tres pares. Cuarentiocho.
Aún no llega nadie. Me sirvo un segundo café y hablo al teclado, al movil y a mis zapatos. Cincuentidós. Tardó menos Amazon en hacérmelos llegar la semana pasada. Los compré grises para que combinen con el jean. Estoy echa’o a perder. Sonrío.
— ¿Quién lo iba a decir? ¡Estás hecho un pollo!— Responde la voz de mi madre.
— Pues sí, ¿quién me lo iba a decir vieja? ¿Te acuerdas la primera vez que hablamos con el mar por medio?
Llevaba solo dos semanas en Madrid y acababa de comprar mis primeros zapatos por 1500 pesetas en «Los guerrilleros». Mil quinientas pesetas pueden parecer mucho pero son menos de 10 euros de los actuales. Sin embargo los zapatos hicieron lo menos mil quinientos kilómetros en Cuba y me trajeron hasta Alemania.
— Tengo nuevos zapatos — te dije al teléfono y tú, que me viste pasar años diseñando hoteles de lujo con los zapatos rotos, te achaste a llorar.