Veinte años cumplo hoy en Alemania.

Veinte años cumplo hoy en Alemania.

El once de abril de 2002 aterricé por primera vez en el aeropuerto Tegel en Berlín. Hoy hace veinte años.

Fue un día como otro cualquiera en esta ciudad, sin sol, con los once grados más fríos de mi vida, sin banda de música y sin alfombra roja en la puerta del avión. Tal era mi desconocimiento en esto de emigrar que tres meses después, cuando por fin salió el sol, yo seguía con la absurda idea de que esto sería cosa de dos o tres años. Y aquí estoy con veinte años y veinte kilos de más, con más canas y menos pelos en la cabeza.

Dos décadas dan suficiente material para escribir una novela. O una serie, que es lo que se lleva hoy día. Con capítulos tales como: “Berlín es pobre pero sexy”, “La camarera te mete una bronca, pero sin mala intención” o “No es nada personal, simplemente soy mejor que tú”. Y episodios más íntimos donde se enumeran los trabajos que el protagonista nunca pensó que estaría dispuesto a hacer, de cuando trató sin éxito de cambiar los frijoles negros por el Sauerkraut, en el que cuenta lo inútil de perfeccionar su inglés en un país de habla alemana o la historia tragicómica en la que, tras recibir la sentencia de divorcio, el héroe de nuestra historia susurra: “¡Mía condéname a muerte pa’ la pinga, si total!”; con tan mala suerte que la jueza tenía buen oído, entendía español y tenía muy malas pulgas. 

Una historia con altas y bajas. Con más bajas que altas y muchas lágrimas para aquellos que se lo puedan permitir. Como la parte en que el padre muere y el buen hombre desempleado no tiene pa’ pagarse el pasaje para ir al entierro. Y, si esto no bastara, años después la muerte de la madre coincide con otro período de desempleo y una cuenta bancaria que da lástima. Pero así y todo, y aquí llega la parte cómica, logra saltar sobre el Atlántico.

Un relato por momentos divertido, como cuando en su inmensa ignorancia, en una cena de negocios delante de los ojos atónitos de su jefe, confunde el arroz con leche con la ensaladilla rusa y le echa canela por encima. O la vez que no pisó el freno a tiempo y el auto con sus dos niños pequeños y la mujer se fue barranco abajo por sobre una duna de arena y, tras lograr controlarlo, mientras las esposa sigue dando gritos, los dos niños en el asiento trasero gritan de alegría: «¡Otra vez papá, otra vez!».

Una aventura que valió la pena, que me permitió ampliar el conocimiento hasta donde no creía que llegaría. En la que conocí paisajes, religiones, historias y cultura de países y pueblos a través de su arquitectura y el lente de mi cámara.

Pero sobre todo en estos veinte años aprendí que el mundo desborda el lugar donde nacimos. Que esto de ser emigrante tiene dos etapas: La primera cuando aterrizas y la segunda cuando aterrizas. Porque el primer aterrizaje lo haces mirando atrás y en el segundo miras hacia adelante. Porque para ser emigrante no basta con salir de tu tierra, tienes además que asumir el mundo.

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