Rosita y Juanito.
Llegaron hace unos años a Berlín como polizones escondidos en una maleta. «No boten las semillas», dije, y así, en dos macetas en mi balcón, en un verano caluroso, vieron la primera luz Juanito y Rosita, como bautizaron mis hijos a ambos arbolitos.
Juanito, el aguacate, nació con prisas. En apenas dos semanas asomó su primer brote y, para finales del verano se empinaba por encima de la baranda, curioso por explorar más allá. Rosita tuvo dificultades para germinar y romper la dura corteza de la semilla de mamey y tuvimos que ayudarla a elevar sus primeras hojitas rosadas de la tierra, como en una delicada operación de cesárea.
Los veranos de Berlín, si así se les puede llamar, son suaves y cortos. A finales de septiembre, cuando las temperaturas empezaron a descender, decidimos meter ambas macetas al salón para evitar que nuestras recién nacidas perennifolias presenciaran el grotesco espectáculo de árboles perdiendo sus hojas tintas en sangre en medio de la calle.
Esperaron meses en su refugio tibio del interior, contemplando la escasa luz que se filtraba a través del cristal de la puerta, multiplicada a veces por una capa blanca desconocida que cubría la tierra. Esos primeros meses hasta la llegada de la primavera fueron los más duros para ambos.
A pesar de los cuidados y todo el amor que recibieron, cuando a principios de marzo del año siguiente la ventana se abrió por primera vez unas horas, los rayos de sol los encontraron bastante débiles. Las semanas siguientes fueron agónicas. Juanito, que ya asomaba su corona por encima de la baranda, siguió el ejemplo de los robles del jardín y se deshizo de sus hojas mustias. Lo encontramos flacucho, luciendo con orgullo unas pequeñas hojas descoloridas en lo alto. Rosita lo pasó peor. Hubo que ponerle una vara para que se mantuviera erguida, de cara al sol que cada día permanecía más tiempo en el cielo.
Durante años, Juanito y Rosita lucharon entre la vida y la muerte.
Hoy Juanito, cada vez más alto, se hizo amigo de los robles y los abedules del patio. De ellos aprendió a desprenderse de sus hojas, y sustituirlas por otras nuevas hojas cada vez más oscuras, marrones. Aprovecha la humedad de la nieve y ríe al oír su nombre con acento teutón: «AUAKATE».
Rosita nunca se propuso rebasar la altura del muro que los separa de la calle. No creo que le interesara saber qué había más allá. Redujo su mundo a las losas del balcón y a un pedazo de cielo casi siempre gris. Nunca repuso las hojas perdidas. Lloraba con frecuencia y, en las últimas semanas, ya ni siquiera absorbía el agua tibia que le ponemos. El sábado, cuando salí temprano al balcón, la encontré tumbada en el suelo. Soltó la muleta y cayó, rendida, consumida, sin hojas. Agotados los restos de la semilla primaria que la mantuvo con vida, atrapada en la nostalgia no encontró razón para seguir viviendo.