Mandelblütenfest

Mandelblütenfest

Vida en Alemania – Fiestas tradicionales: Mandelblütenfest

Ese día el tren salió a las diez de la mañana del andén 14 de la estación central de Berlín como estaba previsto. En vez de apresurarme a colocar mi maleta en el compartimiento superior como todos los demás pasajeros, la acomodé junto a mis pies y me dejé caer en el asiento junto a la ventana. Permanecí largo rato intimidado por los rítmicos crujidos de las traviesas, mirando las últimas escenas de la ciudad que se alejaba, y no hice otra cosa hasta mucho tiempo después de haber dejado atrás las últimas calles de Spandau, en la frontera con el estado de Brandenburgo.

Now what?

Mis primeros fines de semana en el sur fueron tan aburridos que no merece la pena contarlos. Hasta ese momento nunca había vivido solo, ni aquí ni en ninguno de mis puertos anteriores, así que tendría que ir escribiendo por el camino mi experiencia.

Antes de mi partida, mi ex había hecho una llamada telefónica a una ciudad de la que yo no imaginaba siquiera su existencia y había negociado para mí una habitación de 12 metros cuadrados, más baño y cocina compartidos con otros diez cuartos habitados todos por estudiantes. Jóvenes que entraban, se hacían un bocadillo y salían con prisas a la próxima clase en la universidad cercana. Incluso en las noches. De manera que al regresar del trabajo no encontraba persona alguna con quien entablar conversación; estábamos solos Google y yo.

Eso fue hasta que llegaron los chinos en oleadas. Entonces la cocina era un hormiguero de orientales preparando cada uno un platillo más exótico que el otro, hasta que el piso entero olía a cilantro y muchas otras cosas que fui incapaz identificar. En tales condiciones no es difícil entender que preferí dejar de mirar la vida apoyado en el borde de la única ventana de mi ático y buscar la paz en otra parte.

Así llegué al Mandelblütenfest, que traducido es algo así como el Festival de los almendros en flor, en la ciudad cercana de Gimmeldingen cuyo nombre me recuerda la fábula de Rumpelstilzchen que aquí conocí y que guglearán ustedes pues nada tiene que ver con esta crónica, ni con la ciudad a la que dirigí mis pasos aquella vez.

Queda la ciudad de Gimmeldingen -a la que llamaré G para hacer más fácil la lectura- a cincuenta y tantos kilómetros del que era mi piso, distancia esta que, igual si viajas por las fabulosas autopistas alemanas o usas el sistema de trenes de la Deutsche Bahn, alcanza para tomar una Coca Cola y salir corriendo para no perder la parada.
Coca Cola pequeña.
Light.

De cuando descubrí que Alemania tiene más festividades que días en su calendario.

Ciudad G es pequeñísima, es menos que un pueblo, es solo un punto en el mapa y es precisamente ese punto G, en pleno corazón de la ruta del vino alemana, quien tiene el inmenso privilegio de abrir la temporada de la fiesta del vino en Renania-Palatinado: El festival de los almendros en flor.

Como cosa curiosa, no hay una fecha fija para tal evento sino que tras el largo invierno, cuando el sol calienta la tierra en marzo y hace florecer al unísono los miles de almendros plantados a la orilla de los viñedos; los guajiros despiertan de su siesta invernal como si no hubiese mañana y se montan una fiesta de antología: el Mandelblütenfest. Tales festejos duran todo un fin de semana con la única condición -si y solo si- de que haga buen tiempo. Y si no, ya celebrarán también el fin de semana siguiente y el otro, hasta que el clima coopere. Por suerte allí el sol se muestra con más frecuencia que en Berlín. Mucho más frecuencia. Pero eso no es difícil.

Y ese era el caso de aquel día en que bajo un cielo azul infinito puse pie en la estación de trenes del lugar y me dejé arrastrar por una marea de personas camino al Mandelblütenfest llegadas desde todos los puntos de Renania-Palatinado, los estados vecinos y las regiones cercanas de Francia.

Fueron dos días probando vino aquí y allá, conocí el Brezel que combina muy bien con los quesos de acento francés. Me detuve ante cada venduta y probé de todo. Me harté de fricasé de pollo hecho a la manera tradicional de la Alsacia y que se sirve en cuencos de pan de manera que al final te zampas hasta el plato. Hablando literalmente.

Plato para fricasé de pollo
Plato hecho de pan para fricasé de pollo

Bailé mucho esos dos días al compás de la música de bandas de rock locales que hacen covers de muy buena hechura y también música tradicional alemana. El Schlager, como le llaman aquí, se deja bailar solo si has engullido suficiente vino o cualquier otro alucinógeno y a esas alturas ya yo había probado cantidades considerables del primero.

En este punto, merece mi atención mi primer encuentro con el vino joven o cosechero como le dicen en España. Ya sé que esto no es nuevo, que descubro el mediterráneo con lo que aquí expongo; pero para la gente como yo llegada de ese planeta llamado Cuba, aquel líquido con sabor de alcohol dulzón fue la novedad de aquel evento.

Sucedió que una señora rolliza de trenzas doradas y pecho abundantes, teutona a ojos vistas, me lanzó a gritos una jerigonza que en nuestra lengua traduje como «¡Oye tú, a que no te atreves a chuparme el vino joven»! (Hey, junge traut dich nicht von meine Jung wein zu saugen?) Proposición más o menos descarada dependiendo donde caiga la coma y que trajo a mi cabeza aquel verso de «The lemon song»: «Squeeze me, babe, ‘till the juice runs down my leg». Pero Google, que domina bastante mejor el alemán que yo, además de muchas otras cosas, interrumpió el lance para evitar el desastre diciendo: «Jung Wein: vino cuya fermentación alcohólica aún no ha terminado y que aún no se ha separado de sus lías«.

Aquella explicación me devolvía a la realidad pero no era suficiente para convencerme a pagar por aquel líquido blanquecino, lechoso, viscoso. Pero era tal el entusiasmo con que aquella señora de trenzas doradas y pechos abundantes, me ofreció su vino joven que accedí a «chuparselo». Y ya no hubo vuelta atrás. Algo fantástico bajó por mi garganta, a mitad de camino entre el vino y el jugo; con más alcohol que el primero y más azúcar que el segundo.Un algo que me hizo al instante devoto del Jung Wein y de la señora de trenzas doradas y pechos abundantes.

Luego de un rato bastante más prolongado de lo que me había propuesto dije adiós a los presentes y a una cantidad de euros más abundantes que los pechos abundantes de la señora rolliza de trenzas doradas y pechos abundantes y me puse en camino por calles zigzagueantes, empedradas hasta el extremo. Hasta que en una plazoleta cercana, con calles que salen en cada dirección imaginable encontré un museo para saciar mi otra sed, la de conocer nuevos lugares.

Un poco de historia

Cuenta la historia que en el año 325 un romano de nombre Materninius Faustinus, probablemente legionario como casi todos los que por entonces se aventuraban al norte de los Alpes, se puso a comer mierda en su campaña militar y se perdió pal carajo en estas tierras. Con pocas posibilidades de sobrevivir, en una zona boscosa erizada de bárbaros de muy mal semblante y sin cobertura en el móvil, construyó como pudo un santuario para invocar al primer santo libre que pasara y le permitiera llegar a Roma en una pieza. Imagino que sería un simple altar; unos cocos, un par de piedras y poco más; pero aquí pone Santuario que suena más épico y así lo cuento.

Al parecer la cosa funcionó y Faustinus vivió para contarlo. De otra manera la anécdota no habría llegado hasta nosotros. No así los restos del altar que según se cree fueron destruidos en el año 352 por un incendio que no dejó ni rastro. Probablemente los bárbaros en un ataque de ira, al encontrar todo aquello, le dieron candela hasta los cimientos. Pero eso ya son mis conjeturas.

Esa escena marcó el inicio más o menos dramático de la cronología de punto G. Desde entonces a la fecha han pasado muchísimas cosas, trascendentales todas, en un asentamiento que no rebasa aún hoy día los dos mil y pico de habitantes. Legiones y ejércitos han marchado, reyes y príncipes han construido, ocupado y desocupado sus castillos en la zona. Se erigieron iglesias, un par de cientos de casas y algún que otro monasterio.

Más tarde llegaron los franceses con más malas pulgas que los bárbaros de Faustinus y tras darle candela al pueblo de una punta a la otra se sintieron tan a gusto que se quedaron a vivir allí cosa de un siglo más o menos. Tiempo suficiente para suprimir entre otras cosas costumbres medievales tales como la servidumbre y el diezmo. Al final se escenificaron aquí un par de guerras mundiales, necesarias entre otras cosas para devolver a los galos a donde vinieron y poner una pausa feliz a la historia de un asentamiento que tiene aún hoy más años que gente.

¿Y por qué Mandelblütenfest y los almendros?

Aquí pone que en el Palatinado se mencionaron por primera vez los hermosos árboles en flor alrededor del 1100. En 1464 el cultivo de almendros fue ordenado por un tal Friedrich von der Pfalz para aumentar los ingresos de la ciudad de Neustadt que está a un tiro de piedra de punto G y que sin tener una historia tan dramática ha logrado crecer mucho más y desarrollarse como centro cultural de la zona.

Más tarde, mucho más tarde; a alguien se le ocurrió dar la orden de talar los árboles de Almendro y los vecinos de punto G, que ya le habían tomado aprecio a tales plantas, sembraron más plazas y más avenidas. Y así, unos talando y otros sembrando, cambiaba el punto G intermitentemente de pálido a rosado por el efecto del almendro en flor por espacio de unos siglos hasta que, apremiados por su falta de ingresos, a otro alguien más pragmático, menos comemierda, se le ocurrió cambiar tal pasatiempo por unos festejos para promover el vino local y atraer turistas e ingresos.

De esta manera el primer Mandelblütenfest o Festival del Almendro en Flor de Gimmeldinger tuvo lugar el 15 de abril de 1934 y ha venido realizándose anualmente desde entonces.

Mandelblütenfest. Galería de fotos

Nota: Tras varios años usando mi cámara fotográfica he visto con horror que la he perdido :-(. Una Canon SLR) y con ella las fotos del evento así que pueden ver mucho más fotos del Mandelblütenfest aquí

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